Relaciones Públicas: El Arte de Vestir la Mierda con Sonrisas y Corbatas.
Las relaciones públicas son una cosa sucia, como casi todo lo que tocas cuando hay dinero de por medio. No es solo hablar bonito, ni escribir comunicados de prensa llenos de palabras vacías. Es tener las manos en la mugre de la percepción, en ese charco lodoso donde flotan la imagen y la reputación, como si fueran hojas de periódico arrastradas por la lluvia.
Un relacionista público, en estos tiempos digitales, no solo escribe unas líneas para que un periodista las copie y pegue en su medio. No, eso ya pasó. Ahora tienen que ser malabaristas, equilibristas en la cuerda floja de las redes sociales, donde cualquier idiota con un teléfono puede tirarte abajo todo el circo que armaste. Hoy, un tweet malentendido y se va todo al carajo. Las marcas y las empresas viven con miedo, temblando ante la posibilidad de que alguien, en algún rincón del ciberespacio, diga algo que haga explotar la burbuja de perfección que tanto se han esforzado en inflar.
Es un trabajo ingrato, pero no por eso deja de ser divertido. Porque, en el fondo, hay algo retorcido en ser el titiritero detrás de las cortinas, manejando la imagen de otros. Juegas a que las cosas se vean como si fueran mejores de lo que son, vistes a la realidad con trajes caros y pones en marcha el espectáculo. A veces lo logras, otras veces, te topas con la cruda verdad de que la realidad no se deja disfrazar tan fácil.
La gente que trabaja en esto tiene que estar siempre un paso adelante, siempre con los ojos abiertos, como un boxeador en el ring esperando el próximo golpe. Porque no solo es controlar lo que se dice, es manejar lo que no se puede controlar: la opinión pública. Esa masa informe que cambia de humor como un borracho de bar, capaz de adorarte un día y despreciarte al siguiente, según lo que le susurren al oído los chismes de internet o los escándalos de las redes.
Y ni hablar de las crisis. Cuando las cosas se salen de control, el relacionista público se convierte en bombero, corriendo de un lado a otro para apagar incendios que nunca dejan de aparecer. Porque las crisis no avisan, simplemente estallan, y ahí estás tú, con una cubeta de agua, tratando de que las llamas no quemen todo lo que has construido. Es en esos momentos cuando te das cuenta de que las relaciones públicas no son solo discursos bien pulidos. Es saber improvisar, es saber mentir con gracia cuando hace falta, es tener los nervios de acero cuando todo lo demás se está derrumbando.
Pero a pesar de todo, hay algo poético en este trabajo. Como los viejos poetas que se pasaban la vida luchando por encontrar la palabra justa, el relacionista público pelea por encontrar el ángulo perfecto, la frase que puede cambiar la opinión de las masas. Sabe que no siempre se gana, pero sigue intentando, una y otra vez. Porque al final, las relaciones públicas no son más que eso: un intento de poner orden en el caos, de darle sentido a un mundo que, la mayor parte del tiempo, no tiene ninguno. Y aunque a veces el fracaso sea inevitable, hay algo casi heroico en esa lucha, aunque sea a base de humo y espejos.
Así que ahí están, estos tipos de traje y sonrisa, tratando de convencer al mundo de que todo está bien, aunque nada lo esté. Y a veces lo logran, porque en un mundo lleno de ruido, hay quienes todavía saben manejar los hilos, aunque sea por un rato. Porque, al final, ¿qué son las relaciones públicas, sino otro juego más para entretener a las masas mientras todo sigue igual de jodido?