La Hipocresía Social en Puno: Una Mirada Crítica
Puno, ese lugar en el altiplano donde el cielo parece más cercano y el Titicaca se extiende como un espejo eterno, vive su propia contradicción. Es un escenario andino que en sus festividades se llena de colores, de vírgenes danzantes, de devoción que huele a incienso y a pólvora de fiesta, pero que esconde, bajo ese tapiz festivo, una verdad áspera: la hipocresía social que todo lo baña, como ese polvo que lo cubre todo en las calles secas.
La hipocresía en Puno es una danza propia, una coreografía que bailan todos sin saber que la están bailando. Por un lado, se proclama con orgullo la herencia indígena, la pureza de las tradiciones aymaras y quechuas, el respeto a la Pachamama y a los ancestros, mientras por el otro, las élites locales viven con una arrogancia disfrazada de respeto. Se visten con trajes bordados en oro, pero miran con recelo a las comunidades rurales, a esa gente que, en el fondo, es el corazón de todo lo que Puno dice ser.
Lo ves en las calles y lo escuchas en los discursos. Todo el mundo habla de lo que significa ser puneño, de la grandeza del altiplano, pero, en la práctica, los que ostentan poder no ven más allá de su círculo cerrado, donde la modernidad y el progreso se confunden con el desprecio a lo indígena. Porque, claro, es muy fácil celebrar la Virgen de la Candelaria y arrojar flores a los santos cuando sabes que, al día siguiente, vuelves a tu casa con electricidad y agua potable. Los que viven en las orillas del lago, sin embargo, siguen esperando. Siguen esperando que las promesas vacías que lanzan los políticos se conviertan en algo más que palabras bonitas.
Puno vive una doble moral. Ahí están los políticos, siempre tan enamorados de la retórica indígena cuando se acercan las elecciones, usando ponchos y sombreros como si fueran parte de un espectáculo turístico. Prometen el cielo y el Titicaca juntos, y luego se esconden tras sus escritorios, dejando que las comunidades sigan igual, olvidadas, relegadas a esa periferia donde la pobreza se ha vuelto paisaje. Y todo esto con una sonrisa en los labios, como quien sabe que, al final, no importa lo que pase, mientras se pueda seguir bailando cada febrero.
Pero es en la fiesta donde la hipocresía se hace más evidente. La Festividad de la Candelaria, esa celebración que todos venden como la expresión máxima del espíritu puneño, es un carnaval de apariencias. Se pregona la devoción, la fe, el respeto a lo sagrado, mientras el verdadero ídolo es el alcohol que corre por las venas de la fiesta. La Virgen se convierte en pretexto, y lo que vemos es un desfile de vanidades, una competencia entre quienes pueden gastar más en trajes, en comparsas, en luces y en fuegos artificiales. La tradición es solo una excusa para lucirse, para hacer gala de un poder económico que poco tiene que ver con la verdadera espiritualidad.
Mientras tanto, los campesinos, los verdaderos herederos de esas tierras y de esas costumbres, observan desde las sombras cómo su cultura es explotada, transformada en un espectáculo para el turismo y para el beneficio de unos pocos. Porque Puno, en su fondo más profundo, es un lugar donde las diferencias de clase son tan marcadas como las montañas que lo rodean. Se venera al indígena, sí, pero solo cuando es conveniente, solo cuando se puede mostrar como un trofeo cultural. El resto del tiempo, el indígena es un problema a resolver, algo que incomoda, que estorba, que atrasa.
Y luego está la política, ese teatro de lo absurdo que en Puno adquiere tintes de tragicomedia. Los políticos locales, con sus promesas de desarrollo y modernidad, hacen del discurso un arte de la evasión. Hablan de inclusión, de igualdad, de oportunidades, pero cuando el telón baja, solo quedan más de lo mismo: corrupción, amiguismo, promesas vacías. Y todo esto adornado con el habitual guiño a la "identidad puneña", ese concepto tan amplio que, en realidad, no significa nada para quienes tienen el poder.
La juventud, por su parte, navega entre dos aguas. Los jóvenes quieren irse, quieren escapar de esta tierra que, aunque les es propia, parece tenerlos atrapados en el pasado. Pero al mismo tiempo, hay una presión social para que se queden, para que mantengan vivas las tradiciones que, en el fondo, ellos ven como una trampa, como una forma de perpetuar el mismo ciclo de pobreza y exclusión. Así, la identidad se vuelve una carga, y muchos terminan migrando, dejando atrás un Puno que se resiste a cambiar.
Al final, Puno es un reflejo de su propio lago, un espejo que devuelve la imagen que todos quieren ver, pero que esconde las profundidades turbias donde la hipocresía, la desigualdad y el abandono se amontonan. Porque en Puno, como en tantas otras partes del mundo, lo que se dice y lo que se hace son dos cosas muy distintas. Aquí, la palabra "solidaridad" es un lema vacío, y la devoción es solo una fachada para ocultar la verdadera naturaleza de una sociedad que vive dividida entre quienes tienen y quienes solo esperan.
Y así sigue Puno, brillando por fuera, pero carcomido por dentro, como una reliquia dorada que empieza a mostrar las grietas de un oro que ya no brilla tanto como antes.