LA ALIMENTACION: ¿UN NEGOCIO O UN DERECHO?
Los últimos informes de la FAO hablan de que ya hemos sobrepasado los mil millones de personas que pasan hambre en el mundo, con una subida de casi un 20 por ciento en los últimos tres años.
A ello hay que sumar que la cada vez peor alimentación de la población con poder adquisitivo ha llevado a que la obesidad sea hoy, según la OMS, la principal enfermedad no infecciosa a nivel mundial.
Haber llegado a este punto debería ser razón suficiente para poner patas arriba las doctrinas que han estado dominando la política agrícola internacional y que tratan los alimentos como una mercancía.
En las últimas décadas, la liberalización de la agricultura, el desmantelamiento de las instituciones estatales que protegían la agricultura nacional, y la especialización de los países en desarrollo en cultivos dirigidos a la exportación, han arrastrado a los países más pobres a una espiral descendente.
Ayer producían alimentos, hoy padecen hambre
La eliminación de las barreras arancelarias que ha comportado la liberalización de la agricultura ha permitido a un puñado de naciones del Norte capturar los mercados del Tercer Mundo inundándolos de productos con los que no podían competir.
En unos casos debido a los subsidios (directos o indirectos), en otros debido a una situación de total desigualdad en cuanto a los recursos (acumulación de bienes de capital amortizados, infraestructuras, etc.), se ofertan precios por debajo de los costes de producción de los campesinos locales, llevándolos a la ruina.
Esto ha tenido como consecuencia que los países empobrecidos dejaran de ser exportadores netos para convertirse en grandes importadores, pasando de tener un excedente comercial en alimentos de unos 1.000 millones de dólares en los años 70 a sufrir un déficit de 11.000 millones de dólares en 2001.
Entre 1994 y 2004, la producción de alimentos de todos estos países cayó un 10 por ciento con respecto a la década anterior, mientras sus compras alimenticias externas crecieron un 33 por ciento.
Hoy, aproximadamente el 70 por ciento de los llamados países en desarrollo son importadores netos de alimentos (1) y son los países del Norte, encabezados por Estados Unidos, los que han tomado el control mundial de los alimentos.
Según la FAO, el déficit alimentario en el Oeste de África aumentó un 81 por ciento entre 1995 y 2004. En este periodo la importación de cereales aumentó un 102 por ciento, la de azúcar un 83, los productos lácteos un 152 y las aves un 500 por ciento. Sin embargo, esta región tiene el potencial de producir alimentos suficientes.
Esta extrema dependencia de los países con respecto a los mercados globales tiene importantes consecuencias sociales. El caso de Lee Kyung Hae resume esta situación. Lee Kyung Hae (2) tenía una granja en Jangsu, Corea del Sur.
Cuando acabó sus estudios de agricultura en la Universidad volvió a su granja para sacarla adelante. Puso todas sus energías y conocimientos en hacer funcionar su granja, que se convirtió en una escuela de formación. En 1988 las Naciones Unidas lo reconocieron con un premio por su liderazgo rural.
Su historia podía haber terminado felizmente, pero el Gobierno coreano decidió levantar las restricciones a la importación de carne vacuna australiana.
Esta industria de carne, dominada por grandes corporaciones australianas e internacionales, cuenta con importantes subvenciones que le permiten exportar a precios muy bajos. Lee, siguiendo los consejos de su Gobierno, se endeudó para ampliar su cabaña e intentar competir.
Pero los precios siguieron por debajo de los costes y paulatinamente fue perdiendo su granja para hacer frente a los créditos. Al final, Lee Kyung Hae perdió totalmente su granja. El análisis de las causas que le hicieron perderla le llevó en septiembre de 2003 a Cancún, delante de la Conferencia Ministerial de la OMC.
Allí, el 10 de septiembre se encaramó a la valla que separaba a los gobernantes de las manifestaciones campesinas y gritando “la OMC mata campesinos” se apuñaló en el pecho.
Desde entonces millones de gargantas campesinas han gritado “Todos somos Lee” para testificar que su historia, la historia de cómo la liberalización de los mercados está destruyendo la agricultura familiar que desde siempre ha sido la base alimentaria de los pueblos, se repite en todos los campos del planeta, en el Norte, en el Sur, en el Este y en el Oeste.
Industrializar la agricultura: romper con la naturaleza
Este modelo, dirigido a los grandes mercados en los que obtener importantes beneficios, exige una producción intensificada y a gran escala: se sustituye el criterio de calidad de los alimentos por el de máxima producción al mínimo coste.
Se gestiona el territorio rural (que en Europa representa todavía el 80 por ciento del territorio global) con criterios depredadores (consumo de agua y de otros recursos) y absolutamente indiferentes al equilibrio y al mantenimiento de los ecosistemas.
El modelo, al sustituir con insumos artificiales los ciclos de la naturaleza, que ha roto en grandes proporciones, convierte las enfermedades naturales en plagas que deben ser combatidas con grandes cantidades de plaguicidas, y las hierbas distintas en malas hierbas que, para ser eliminadas, necesitan cada vez mayor cantidad de herbicidas.
Así, grandes cantidades de veneno son introducidos en la naturaleza. De la misma forma, se agotan los acuíferos y la tierra, que al no renovarse de forma natural requieren, de nuevo, medidas artificiales que a la larga extenúan más las capacidades regenerativas de los ecosistemas y generan nuevas fuentes de contaminación.
Incluso las semillas, un recurso que en su misma esencia debería ser el paradigma de la renovabilidad, se convierte, en aras del proyecto de agricultura industrial, en un insumo artificial llegando a crear semillas transgénicas de un solo uso y semillas que se autodestruyen (tecnología “terminaitor”).
El afán de negocio ha creado una tecnología ecológicamente absurda: la fuente de vida se ha hecho suicida. Se emplean energías no renovables con un enorme despilfarro (por cada kilocaloría de alimentos producida, el sistema agroindustrial de EE UU gasta 10 kilocalorías de energía).
Se introducen nuevos y poco saludables hábitos alimentarios para sustentar la superproducción de determinados sectores: el elevado consumo de carne en las sociedades occidentales es paradigmático, el 50 por ciento de la producción de cereales del planeta se dedica a la fabricación de piensos para el ganado, originando a su vez un formidable volumen de negocio.
Todas estas características constituyen también su debilidad, digamos “estructural”, a medio y largo plazo. Los recursos naturales (tierra, agua, biodiversidad) no se pueden explotar intensivamente y agresivamente hasta el infinito: tarde o temprano, la factura que pasa este tipo de prácticas es muy cara.
Desierto rural con islotes de explotación intensiva Un ejemplo casi paradigmático de estas contradicciones es la situación de la “huerta de Europa”, en la provincia de Almería.
Aquí, en una de las zonas más áridas de la península ibérica y parcelada en pequeñísimas (y originariamente pobres) propiedades, a partir de los años setenta se desarrolló el modelo del cultivo intensivo de hortalizas en invernaderos.
Con el ingreso de España en la Unión Europea (1986), las condiciones eran favorables para un salto hacia delante de este modelo: la “California” europea. Así, en una zona casi desértica, surgió el mar de plástico que hoy conocemos: 30.000 hectáreas de invernaderos concentrados en nueve municipios de la provincia, que producen la mayor cantidad de hortalizas del mundo, alrededor de 3.000 millones de kilos al año. Este modelo de producción se sustenta sobre algunos pilares que lo hacen posible:
- Un consumo impresionante de agua. Cada hectárea de invernadero necesita 5.500 m3 de agua al año y en una región tan árida como Almería éste es un problema grave.
Hoy se está buscando agua con perforaciones que llegan a los 2.000 metros y 1.200 pozos están afectados por la intrusión de agua salada. Además, los mismos acuíferos que proporcionan agua potable están muy contaminados por los productos químicos necesarios para el cultivo intensivo.
- Un uso masivo de productos tóxicos. Además de un grave problema de salud de los trabajadores y de unos alimentos muy contaminados, existe la cuestión de los residuos: cada año el campo de Almería genera 10.000 toneladas de residuos orgánicos con restos de pesticidas y abonos químicos, 30.000 toneladas de residuos plásticos y 6.000 toneladas de residuos diversos.
- El empleo de mano de obra inmigrante sobreexplotada. Ésta es una característica casi normativa del modelo californiano, mantenido durante décadas por trabajadores chinos, japoneses y mexicanos, ilegales y baratos.
También en la “huerta de Europa” funciona este sistema, el único que garantiza unos bajos costes de explotación y que se sustenta en el racismo y en la durísima explotación de los trabajadores magrebíes.
Por paradójico que parezca, todos estos esfuerzos no son demasiado rentables económicamente: la escasez de agua y la progresiva pérdida de fertilidad del suelo se compensan con productos químicos (caros) que incrementan los costes de producción.
Sin embargo, el gran problema es que la última palabra sobre los precios la tienen las grandes cadenas de distribución que tiran constantemente a la baja y que determinan la ruleta de los precios. Las verdaderas propietarias de la “huerta de Europa” son ellas y las entidades financieras.
El modelo “californiano” en Andalucía tiene los días contados. Está llegando el momento en que se han agotado el agua y la tierra y en que los agricultores de Almería tienen que vender sus productos muy por debajo de su coste de producción.
Ya no merece la pena para nadie. 30.000 hectáreas están en vías de transformarse en un nuevo desierto y la economía de la zona, que ha registrado un crecimiento tan fuerte como artificial en estos años, se deshinchará como un globo.
Los verdaderos ganadores de esta aventura, las grandes empresas de distribución, se están yendo a otro lado a implantar el mismo modelo, procurando abaratar aún más los costes y obtener más beneficios.
La agricultura, como la industria, está sufriendo un fuerte proceso de deslocalización que está convirtiendo nuestros campos en desiertos con pequeños islotes hiperproductivos a costa de la degradación de las fuentes de vida y la sobreexplotación de la mano de obra y que duran hasta que, agotado y contaminado el territorio, los capitales encuentran nuevos territorios donde invertir.
Estos islotes superproductivos están en manos de una pocas compañías. De entre estas destacan las grandes cadenas de distribución (GDA).
Retomemos el control de la alimentación
En el Estado español cinco empresas y dos centrales de compras controlan el 75 por ciento de la distribución de alimentos. La GDA se está convirtiendo en la única puerta de acceso entre productores y consumidores.
De toda la cadena agroalimentaria es el eslabón en el que hay un control oligopólico más importante. ¿Cómo utilizan esta situación de oligopolio? La GDA es altamente selectiva con sus proveedores. Utilizan su situación oligopólica para imponer condiciones draconianas a sus proveedores.
Precios ruinosos, contratos abusivos en los que imperan los llamados márgenes ocultos; plazos de pago extremadamente largos, exigencias logísticas tremendas, demanda de productos estandarizados según sus necesidades comerciales y no su calidad, son algunas de las características de unas relaciones desiguales que imponen las GDAa sus proveedores.
Sólo algunas grandes agroindustrias pueden aguantarlas. El pequeño campesino y/o transformador es, así, desplazado del mercado y llevado a la ruina.
Y si los productores locales no están dispuestos o no pueden doblegarse a sus dictámenes, se deslocaliza la producción. Así, aunque la mayoría de productos que llenan las estanterías pueden encontrarse a una distancia media de 80 km, la mayoría de ellos viajan un promedio de 4000 hasta llegar a sus locales.
Estos alimentos kilométricos, que ven aumentado su impacto ecológico en la misma proporción en que disminuye su calidad, significan, también, un empobrecimiento de la economía local.
Tampoco las economías de los países productores se ven favorecidas, ya que sólo reciben una pequeñísima parte del valor del producto, que la mayoría de las veces no llega ni a compensar su coste social y ecológico.
La mayor parte del valor se queda en las cuentas de explotación de las GDA cuyo verdadero territorio es el gran casino de la economía financiera y especulativa.
El mercado controlado por unas pocas multinacionales ha provocado una crisis alimentaria y social sin precedentes, a la que hay que añadir una crisis ecológica debida a un sistema productivo basado en el petróleo, altamente contaminante y claramente insostenible.
Por último, y aunque ocultada con estrategias como cambiar el nombre a la gripe porcina, una crisis sanitaria producto de unos alimentos cada vez de peor calidad y una dieta estandarizada según los criterios de la industria y no de la salud.
Ante un alimentación controlada por unos pocos para maximizar sus beneficios, retomar su control por parte de los productores y consumidores para producir alimentos sanos, asequibles a toda la población, culturalmente apropiados, respetando a los ciclos de la naturaleza y con un precio justo para el productor y el consumidor, en definitiva, la Soberanía Alimentaria, es la estrategia alternativa que millones de campesinos, organizados en la Vía Campesina, están proponiendo para el conjunto de la población.
La Vía Campesina aparece así, y cada vez más, como la vía para enfrentar la actual crisis alimentaria.